“Me gustaría poder decirle algo a un tío sin que me mirará como si quisiera ligar”. Lo escribí hace unos días en Facebook y desde entonces no he dejado de darle vueltas a la cuestión. Tengo el vicio de tirar de ovillos inacabables de pensamientos que no llevan a ninguna parte… o quizás sí, a veces, algún día.
En serio, me encanta, mejor dicho, me encantaría poder decirle algo bonito, incluso erótico, a un caballero sin que por ello se crearan los entuertos que se crean. Quiero vibrar un ratito y alegrarle el oído… ¿Qué hay de malo en eso?
Voy a desayunar y le veo. Es tímido y no sabe lo atractivo que me resulta su supuesta introversión.
Llevo años arrastrando mis ganas de decirle algo. Pero callo.
Y muero por ver su cara si le susurro lo que estoy pensando. Pero no.
Cómo echo de menos los buenos piropos, incluso los subidos de tono; cómo desearía poder decirlos. Qué hipocresía y qué pérdida de emociones no poder expresarle a alguien lo mucho que nos inspira. Con su permiso, claro está. Por favor, ¡qué a nadie le amarga un dulce!
Y, ojo, lo que escribo, lo que pienso, lo que diría, no impide que sepa muy bien donde están mis afectos… y quienes los tienen -eso creo, espero, deseo- lo saben.
El Día de San Valentín está a la vuelta de la esquina… Debe ser eso.